En julio de 1.978, mi madre y yo
fuimos a la capilla ardiente de uno de mis tíos. Estaba instalada en su
domicilio del barrio de Salamanca, en la calle Velázquez, aquí en Madrid.
Coronel del ejército del aire (hizo la guerra civil cómo alférez provisional y
ahí empezó su carrera profesional), era una persona muy bien relacionada con
los antiguos estamentos del régimen anterior, pero también con los nuevos, herederos
de los anteriores. Mientras estábamos en el salón de la casa, la verdad, un
poco fuera de lugar (yo en ese momento era militante de LCR), por delante de
nosotros paso un verdadero muestrario de lo que era la España de la época:
muchos militares de alta graduación de los tres ejércitos, falangistas de
uniforme, un par de uniformes blancos del Movimiento (hacia un par de años que
ya no existía salvo en los corazones de algunos) y un gran número de civiles
que con su indumentaria competían con los de la mafia siciliana, calabresa o de
la rama que fuera: daban con todo. En los corros que se formaban, a los que yo
pegaba la oreja todo lo que podía, oí por primera vez el nombre de Miláns de
Bosch. Todos estaban de acuerdo en una cosa: el único que podía devolver a
España a la senda de los principios patrióticos (su visión enloquecida de la
Patria), era él. Dos años y siete meses después se consumó ese intento de golpe
de estado.
¿Por qué cuento esto? Porque la
España de la época era así: casposa, trasnochada y con buena parte de las
estructuras anteriores intactas. Frente a la política de reformas impulsada por
los partidos de la época, incluido el PCE, nosotros, los radicales, abogábamos
por la ruptura, la ruptura con todo. Ahora, desde la distancia, pienso que se
hizo lo que se pudo. Se compara la transición española con la portuguesa, pero
hubo una diferencia fundamental: en Portugal la revolución la hizo el ejército
y aquí no estaban para ese tipo de revoluciones.
Es cierto que hay un régimen del
78, emanado de la Constitución de ese año. Pero esa Constitución, y la
Transición, no es el problema. El problema fue posterior, cuándo a los pocos
años los partidos se fueron dando cuenta del poder que tenían. Esa Constitución
no era un texto inamovible, era un texto para que evolucionara, para que se
desarrollara. Y no lo hizo, porque no había voluntad de hacerlo por parte de
nadie.
En el PSOE, después de la “limpia”
que hicieron para eliminar militantes molestos, desde luego que no. Desde el
primer momento el PSOE comenzó a actuar al margen de la ley y de cualquier
principio moral de la izquierda: los GAL desde el 83. Después, se dio cuenta de
que podía financiarse ilegalmente: caso Filesa desde el 89.
Y de AP, luego PP, que vamos a contar,
para ellos las concesiones que hicieron eran el techo y no estaban dispuestos a
más. Se modernizaron de la mano de Aznar, y actualizaron una maquinaria de
comunicación que les ha dado muy buenos resultados. Aznar, que desde joven
milito en el Frente de Estudiantes Sindicalistas, de tendencia falangista,
propugnaba el regreso del régimen a los postulados de José Antonio. Después de
escribir en un diario castellano contra la Constitución del 78, desapareció y
reapareció transformado en un demócrata de toda la vida, y de su mano, convirtió
una organización trasnochada y casposa en la poderosa maquina electoral y
corrupta que es hoy.
En el PCE, que en el 86 se camufló
con las siglas IU para no desaparecer, ocuparon confortablemente su espacio a
la izquierda del PSOE y ahí se quedaron.
Se hizo lo que se pudo, los
partidos tradicionales de izquierda se acomodaron y ahora estamos cómo estamos.