Eugenio del Río
Podemos en la encrucijada.
Disyuntivas
9 de noviembre de 2016.
Podemos vivió un par de años épicos desde su creación en enero de 2014. Durante algún tiempo se vivió en su interior la ilusión de llegar a gobernar en un plazo relativamente breve. Eran los tiempos del enfrentamiento abierto contra las dos piezas básicas del sistema de partidos español, el PP y el PSOE, y de tomar el cielo por asalto.
Podemos logró romper el oligopolio político de los grandes partidos y, durante su primer año de vida, creció a toda velocidad. Pero, desde comienzos de 2015 se modificó en cierta medida el curso anterior. Ya no crecían sin cesar sus apoyos de mes en mes. Quedaban atrás los momentos en los que las encuestas hablaban de un apoyo que se aproximaba al 30% del electorado. A partir de febrero y marzo de 2015, y hasta el mes de octubre, se alteró la tendencia.
Los resultados de las elecciones andaluzas de marzo de ese año situaron a Podemos como tercera fuerza (con un 14,84% de los votos y 15 escaños), detrás del PSOE (35,43% y 47 escaños) y del PP (26,76% y 33 escaños). Además, emergió con cierta fuerza Ciudadanos (9,28% y 9 escaños), que le disputaba a Podemos el voto juvenil inclinado hacia lo nuevo y receloso hacia lo viejo y la parte del electorado centrista al que Podemos deseaba atraer.
Poco después, las elecciones autonómicas y municipales de mayo de 2015 recargaron el depósito de oxígeno de Podemos. Las alianzas en las que participó obtuvieron buenos resultados en municipios importantes en los que están gobernando en la actualidad.
Para Podemos, no obstante, la cita principal eran las elecciones generales que habían de tener lugar en diciembre de 2015, y que se repitieron, a falta de una mayoría para la investidura, en junio de 2016.
Tras las elecciones generales del 20 de diciembre de 2015, aunque en la campaña electoral se produjo cierta recuperación, Podemos entró en un período de nuevas tribulaciones. No llegó el ansiado sorpasso al PSOE. Los dirigentes, aparentemente, coincidieron en tratar de llegar a un acuerdo de Gobierno con el PSOE. Pero mientras que la corriente de Íñigo Errejón se encaminaba en serio en esa dirección, la de Pablo Iglesias obstaculizó el intento con un comportamiento que venía a reforzar a la parte del PSOE, muy poderosa, más hostil a la alianza con Podemos (1).
A partir de ahí, la presencia de Podemos se hizo más tenue. Las divergencias fueron cobrando fuerza. En un escenario dominado por la inevitabilidad de unas nuevas elecciones generales, se alzó un nuevo obstáculo: la idea de confluir en una misma plataforma electoral con Izquierda Unida, que representaba unas opciones ideológico-políticas poco acordes con las de Podemos y con su interés en no dejarse encajonar en el marco de izquierda-derecha.
El acuerdo electoral, concluido con demasiada precipitación, no dio los resultados esperados. En las elecciones del 26 de junio de 2016, los votos obtenidos por Unidos Podemos quedaron un millón por debajo de los que seis meses antes habían conseguido Podemos e Izquierda Unida por separado (2).
Tampoco esta vez hubo sorpasso al PSOE. Aunque 71 escaños es una cifra relevante, las expectativas apuntaban más alto, con lo que se produjo la inevitable decepción. Podemos no iba a ser una pieza importante en las negociaciones de este segundo proceso de investidura.
Podemos no ha llegado al Gobierno (3), pero es un partido con cinco millones de votantes que, después de los traspiés del PSOE, podría convertirse en el segundo partido (así lo anuncian las encuestas más recientes) cuando haya nuevas elecciones. Dependerá en buena medida de la capacidad de recuperación que tenga el PSOE y de que Podemos consiga explotar acertadamente sus posibilidades.
El final de algunas ilusiones
A lo largo de estos meses, a los que acabo de aludir someramente, se ha ido agotando una época en la que las aspiraciones de Podemos y las esperanzas suscitadas apuntaban hacia triunfos mayores, aunque se sabía que esas posibilidades tenían una fecha de caducidad no lejana.
Uno de los escritos que se debatió en la asamblea de Vista Alegre, en el otoño de 2014, decía lúcidamente: “El momento es ahora, antes de que los grandes actores y el entramado mediático-financiero y de los aparatos del Estado recompongan parte de la legitimidad perdida, al tiempo que despliegan una campaña articulada y previsiblemente brutal contra Podemos (...). El mero paso del tiempo nos desgasta y nos asienta como un actor más en un sistema de partidos en recomposición, abocándonos a una estrategia de lento crecimiento en un escenario ya estabilizado, en el que sería difícil competir con los partidos políticos grandes que representan a los poderes dominantes. Es ahora, en el momento de la descomposición, cuando Podemos puede ser una palanca que subvierta las posiciones dadas, hoy más bien flotantes y frágiles los equilibrios e identificaciones, y llegue al Gobierno postulando un discurso de excepción para una situación de excepción...”.
La razón de ser de Podemos estaba asociada al objetivo de llegar a gobernar, y a un plazo más bien breve.
El actual secretario de Organización, Pablo Echenique, se expresaba así en el verano de 2014: “Yo espero que podamos ganar las elecciones generales, o solos o acompañados. Casi con toda seguridad seremos el partido más votado de la coalición que gobierne. Esto que estamos haciendo ya es imparable y creo que gobernaremos tras las próximas elecciones generales. El deterioro de los grandes partidos también es imparable y creo que los vamos a echar” (El Huffington Post, 4 de julio de 2014).
A lo que añadía Pablo Iglesias: “Nosotros tenemos una voluntad de Gobierno desde el principio, no es solo una voluntad destituyente de lo que existe y que nos ha llevado a la ruina, es una voluntad constituyente, queremos hacer políticas públicas (...). No tenemos vocación de ser la opción de la protesta o de la indignación, sino la opción de la responsabilidad de Estado y de asumir el compromiso con nuestro país” (Pablo Iglesias, entrevistado en el libro de Jacobo Rivero, Conversaciones con Pablo Iglesias, Madrid: Turpial, 2014, p. 128).
Ese objetivo no se alcanzó.
Una pieza importante dentro del sistema de partidos
Al propio tiempo, Podemos ha ido asumiendo responsabilidades políticas. Si durante algún tiempo se había instalado en su seno la idea de que podía ser algo distinto de un partido político, poco a poco se ha ido esfumando esa creencia.
Hoy dispone de un respaldo electoral de envergadura y dispone de una presencia notable en las instituciones, en primer lugar en el Parlamento. Esto implica recursos para dirigirse a la opinión pública, para enviar mensajes, para formular propuestas de cambio, para tejer lazos con otros partidos... Pero la fuerza política que ha llegado ahí ya no es la que presionaba desde fuera poco menos que contra todos; tiene nuevas funciones; está dentro del sistema de partidos; ha de afrontar negociaciones como las de la investidura (4), contrayendo las consabidas responsabilidades.
Queda lejos aquel propósito de ser algo diferente a un partido político, como sostenía Pablo Iglesias, un tanto prematuramente, hace algo más de dos años: “No somos un partido político, aunque nos hayamos tenido que registrar como tal por cuestiones legales antes de las elecciones. Apostamos por personas normales que hacen política. Y no se trata de una afirmación gratuita; basta con mirar el perfil de nuestros eurodiputados para darse cuenta [entre ellos hay un profesor de secundaria, un científico, etc.” (Ludovic Lamant, entrevista a Pablo Iglesias, Mediapart, traducción de InfoLibre, 21 de junio de 2014).
Esa voluntad de ser algo distinto de los partidos políticos solía venir acompañada de una retórica que distorsionaba sensiblemente la realidad de Podemos.
Basta recordar aquellas palabras de Carolina Bescansa en las que aludía a unas declaraciones del entonces miembro de la dirección de Podemos, Juan Carlos Monedero, en las que despuntaba la visión oficial de Podemos sobre la supuesta naturaleza radicalmente democrática de la organización (5): “Lo que Monedero estaba intentando decir era que si adoptamos las viejas formas de la política corremos el riesgo de convertirnos en aquello que queremos evitar. Se estaba refiriendo a la necesidad de que todo el mundo participe en todas las asambleas, que no existan delegados, que no existan representantes, ni grupos de representantes. Se estaba refiriendo a la necesidad de que todos los debates sean abiertos (...). Es muy importante reforzar dentro de la organización todo lo que nos ponga en el camino de la democracia: participación directa y limitación al máximo de la representación, y capacidad de revocación de todos los cargos” (Carolina Bescansa, “Es difícil decir que Podemos lo dirige alguien”, eldiario.es, 10 de junio de 2014).
Obviamente, estas aseveraciones pertenecen al pasado.
El propio Pablo Iglesias, tras las elecciones de junio de 2016, acabó por constatar que Podemos no podía ser otra cosa que un partido político, quizá algo distinto de los demás, pero un partido al fin y al cabo. “Entramos en una fase –dijo– en la que nos tenemos que convertir en un partido normal y eso tiene enormes riesgos” (Pablo Iglesias en los cursos de verano de El Escorial de 2016; El País, 7 de agosto de 2016).
Confrontación en la dirección de Podemos
Ante esta situación, de la que acabo de resumir algunos rasgos, cargada de nuevas posibilidades, pero también de nuevos problemas, se ha producido una relativa disociación de perspectivas entre los principales dirigentes de Podemos.
En estos momentos están sobre la mesa cuestiones que asaltan a todos los partidos políticos de vez en cuando y que suelen dar pie a períodos de debate y, frecuentemente, de tensión: cómo ganar en iniciativa política, cómo desempeñar un papel relevante, cómo aumentar su implantación en la sociedad.
Todo el mundo percibe, cuando se escucha a Pablo Iglesias o a Íñigo Errejón, que ni la letra ni la música son idénticas. Coinciden en algunos aspectos y divergen en otros.
Las divergencias abarcan ámbitos diversos, pero no aparecen con la misma claridad en todos ellos.
Hay unos cuantos terrenos en los que las diferencias son manifiestas pero no acaban de expresarse de forma nítida.
Estoy pensando en el debate sobre trabajo institucional y salir a la calle.
Pablo Iglesias viene insistiendo, en el último período, en los límites de la acción en las instituciones cuando no se posee la mayoría y el Gobierno. No sirve, sostiene, para transformar las cosas. Opina que Podemos debe ganar apoyos sociales en las movilizaciones y en vinculación con los movimientos sociales. En lo tocante a la eficacia de los mensajes recalca que es más eficaz la presencia en la televisión que en el Parlamento. Es malo acostumbrarse al Parlamento, concluye. Y convoca a cavar trincheras en los espacios de combate ideológico de la sociedad civil.
Íñigo Errejón, por su parte, llama la atención sobre el hecho de que las movilizaciones están en horas bajas, como también lo está el sentimiento popular destituyente, es decir, la voluntad de introducir cambios importantes en la política. La parálisis de los procesos de investidura durante casi un año ha fomentado la apatía y el distanciamiento de la política. Con buen criterio se ha mostrado partidario de evitar la trampa de los dilemas simplificadores: “Hay que esquivar el riesgo de ser integrado o normalizado en el sistema y al mismo tiempo tenemos que esquivar el otro abismo paralelo, que es el de convertirse en una pequeña fuerza de resistencia enfadada por cómo va el orden de su país y sin capacidad de modificarlo. Digamos, que satisface las esencias hacia dentro pero con escasas capacidades hacia fuera (...). No elegir [entre ambas cosas] sino articular” (Cuarto Poder, 30 de septiembre de 2016).
Este es un debate que ha surgido a borbotones, y su expresión pública, al menos, no está suficientemente desarrollada ni explicitada con claridad. De momento es una contienda oscura y escurridiza. Lo que no quita para que ahí haya materia de debate importante. Cómo combinar la acción institucional con la movilización, cómo conjuntar los esfuerzos en el interior de las instituciones y en el exterior; estas han sido cuestiones que han preocupado siempre con razón a los partidos de izquierda con una mayor autoexigencia.
Una falsa disyuntiva es la que gira en torno a las reiteradas referencias a la necesidad de “dar un susto a los de arriba”. O hacer que “el miedo cambie de bando”, o la afirmación de que “no está mal dar miedo a los poderosos”, cuando parece evidente que algo expresamente destinado a atemorizar sería un pasatiempo ridículo y ocioso. Es falsa también la disyuntiva que se resume en las siguientes palabras: “no hay que seducir a la gente sino empoderarla”; como si hubiera que escoger entre lo uno y lo otro. A ello se refiere también una generalidad de este porte: “Podemos debe tener un pie en los parlamentos, pero mil en la calle” (Miguel Urbán, El Español, 31 de octubre de 2016). Estas contraposiciones tan toscas y forzadas encuentran difícil acomodo en el mundo real.
Hay dos ámbitos relevantes, sin embargo, en los que las diferencias entre unos y otros han ido precisándose más en los textos y en los comportamientos. Voy con ello.
¿Hacia un Gobierno del cambio?
Sabemos muy bien que la política de cualquier Gobierno se mueve dentro de unos límites muy reducidos. Cuando se aborda esta cuestión saltan a la palestra, inevitablemente, los poderes fácticos de todo tipo, las presiones de la Unión Europea, los problemas inherentes a una economía globalizada, etc. No abundaré en aspectos tan evidentes como frecuentados. Pero, pese a todo, no es indiferente quiénes vayan a gobernar en España (6). Desalojar al PP del Gobierno para hacer algo parcialmente distinto pero importante para mucha gente y para el país, esta es la cuestión.
En un determinado momento, algunos dirigentes de Podemos manejaron la hipótesis de obtener una mayoría absoluta. Actualmente, ya no se habla en esos términos. No creo que nadie cuente con la posibilidad de una mayoría absoluta de Podemos y sus aliados más cercanos.
Si se trabaja en la idea de alcanzar el Gobierno, no basta con tener muchos votos (cinco millones es muchísimo pero no llegan para esa finalidad); se necesitan más votos y se necesitan aliados. Podemos hoy tiene muchos enemigos, algunos muy fuertes. Los hay que se muestran extremadamente hostiles a Podemos y lo combaten con saña. Lo harían con cualquier partido que crece y que puede amenazar piezas destacadas del orden actual. Pero lo malo es que, además de esos enemigos, Podemos se ha hecho otros por su cuenta, sin mayor necesidad.
Tratar de alcanzar el Gobierno y, a la vez, ser un amplificador de las protestas sociales no son términos incompatibles. Las dos cosas son necesarias; no la una o la otra.
De que se entienda así dependen muchas cosas: entre ellas, la política de alianzas y la relación con la sociedad.
Pienso que casi todo el mundo en Podemos considera que un Gobierno de progreso o un Gobierno del cambio no podría ser sino el resultado de la alianza entre fuerzas diversas.
El problema estriba en qué importancia se le da a este objetivo y que no se condicione hasta el punto de hacerlo inviable.
En un cuadro parecido al actual (aunque sabemos que en unas próximas elecciones puede cambiar en cierta medida) es difícil imaginar un Gobierno del cambio que no cuente con Podemos y sus actuales aliados, con el PSOE, o buena parte de él (en el caso de que se produzca una ruptura en su interior) y con algunos partidos nacionalistas (7). ¿Alguien piensa que, en lo que nos alcanza la vista, Podemos podrá gobernar sin unirse a esas fuerzas o teniéndolas como enemigas?
Un abanico de alianzas
En la actualidad, Podemos está inmerso en un complejo sistema de alianzas, especialmente en Cataluña, el País Valenciano y Galicia, así como en diversas coaliciones electorales municipales. Igualmente, apoya desde fuera a varios Gobiernos autonómicos presididos por el PSOE.
Esta trama amplia y plural es un factor de cambio destacado. Participar en ella ha sido uno de los mayores aciertos de Podemos.
Los aliados que forman parte de las plataformas electorales comparten con Podemos muchas ideas. Aunque representan realidades y trayectorias variadas son aliados con los que hay una especial proximidad.
Así y todo, hay un caso particular que, a mi modo de ver, presenta dificultades especiales. Me estoy refiriendo a Izquierda Unida, un partido implantado en toda España, con un buen número de militantes experimentados que, a menudo, se sitúan en una tradición ideológica que cuadra mal con el variado horizonte ideológico de Podemos. Ambas fuerzas confluyeron en Unidos Podemos, en las últimas elecciones, aunque no fueron raros los malentendidos y desencuentros. El problema sería más grave si lo que se planteara fuera la unidad orgánica, que es a lo que seguramente aspiran algunas gentes de Izquierda Unida y también de Podemos.
No obstante, lo realmente delicado, cuando hablamos de alianzas, es la relación con el
PSOE.
En el presente, las fuerzas que llevan la voz cantante en el PSOE no están en disposición de disputar el Gobierno al PP. No solo por su debilidad sino porque no quieren un Gobierno compartido con Podemos.
Aunque el PSOE es hoy un conglomerado de clanes y está minado por el clientelismo no se puede reducir a eso. Es algo más. Mejor o peor, incluye a miles de militantes que en muchos casos no obtienen ningún beneficio de su pertenencia al PSOE. Y los más de cinco millones que le votaron en las últimas elecciones generales constituyen un conjunto relativamente moderado pero que no se identifica con la derecha de Mariano Rajoy.
El rechazo de un acuerdo con Podemos ha sido un factor determinante de la crisis actual del PSOE, que lo ha dejado en una situación catastrófica, aunque opino que yerran quienes le dan por muerto. Por lo demás, la eventual victoria del sector más recalcitrante pondría las cosas particularmente difíciles a la hora de trabajar a favor de un acuerdo de Gobierno. Está por ver quiénes triunfan en el próximo período, si la coalición de clanes que encabeza Susana Díaz, o una convergencia de los sectores que se le oponen.
De cualquier modo, nadie ignora que Podemos tiene muy difícil sellar acuerdos con el PSOE, máxime después de los episodios que hemos conocido en los dos últimos años de feroz enfrentamiento. Se han levantado barreras difíciles de salvar.
Entre ambas fuerzas hay una rivalidad insoslayable. Las dos se están disputando parcelas de un mismo electorado. El PSOE necesita defenderse de un competidor que ha captado ya millones de votos que antes iban al PSOE. Podemos, no puede renunciar a intentar seguir creciendo a costa del PSOE, aunque no es nada seguro que vayan a ir a Podemos una buena parte de los votos que puede perder el PSOE.
Cada uno de estos dos partidos trata de reforzar sus posiciones criticando al otro, mostrando un perfil propio sumamente contrastado, cuando no organizando operaciones políticas para desgastar al rival. Esto, por supuesto, no facilita una relación amistosa.
Pero, por otra parte, es preciso llegar a acuerdos para sacar adelante iniciativas políticas y para negociar Gobiernos autonómicos, ayuntamientos y, llegado el caso, una mayoría gubernamental en España.
De ahí la dificultad de estas relaciones dobles, marcadas simultáneamente por la rivalidad y por la búsqueda de acuerdos.
Las dos cosas son necesarias, aunque se oponen mutuamente.
El propósito óptimo, a mi entender, debería ser lograr una relación equilibrada, que reduzca los costos de la rivalidad y permita establecer unas vías de entendimiento; sin ellas solo habrá un enfrentamiento del que se beneficiará la derecha. Pero esto es muy difícil de lograr. Es preciso por parte de Podemos un comportamiento sutil y bien medido, con unas relaciones con el PSOE que no podrán evitar alguna ambigüedad y en las que harán falta puentes y un nivel suficiente de confianza mutua, algo que hoy no existe.
Un verbalismo autocomplaciente
Otro aspecto que guarda relación con este es el del estilo de la comunicación, los mensajes que se transmiten, las resonancias de las intervenciones públicas de los representantes políticos.
Algunos de ellos han entendido que no es conveniente la sobreactuación (uno de los males más persistentes de la política española); que, por el contrario, lo que se precisa es un estilo discreto y persuasivo, vehículo de buenas razones.
Ocurre, sin embargo, que ante las dificultades actuales para hacer política toma fuerza la tentación de sustituir las razones, las propuestas y los debates políticos por los misiles dialécticos, por las proclamas ideológicas políticamente vaporosas. Como si pudieran hacer las veces de propuestas políticas concretas.
Uno de los males que ha pesado sobre la historia de la izquierda revolucionaria o radical, como se le quiera llamar, y también sobre la del Partido Comunista y, más aún, de sus juventudes, es la tendencia a producir un lenguaje, unas imágenes, un mundo subjetivo que busca dar satisfacción de puertas adentro, a los miembros de la tribu, sin esforzarse por llegar a personas que permanecen ajenas a esas tradiciones y a esos mundos ideológicos y sentimentales.
Esta observación hubiera sido suscrita por los principales dirigentes de Podemos hace un año o dos. Sin embargo, ahora las cosas han cambiado: impulsado especialmente por Pablo Iglesias, vemos que algunos de ellos se sirven de un verbalismo seudo-radical como el que él mismo criticaba hace no mucho tiempo (8).
El verbalismo puede ser eficaz para forjar identidades colectivas y agrupar a las propias fuerzas. Yo lo conocí y lo practiqué durante años.
Pero tiene efectos sumamente nocivos: crea mundos colectivos superficiales, más auto-afirmativos que reflexivos, hechos de etiquetas categóricas, escuetas y sumarias; mundos autosatisfechos, introspectivos, auto-referenciales. Vale para contentar a los que están dentro del cercado. Pero, dejan frío o repelen a quien no está en esa onda.
Para colmo, el verbalismo estridente se dedica a crearse enemigos más allá de lo inevitable. Vive de crearse enemigos. Genera hostilidad hacia quien lo cultiva.
El verbalismo no gana amigos y eventuales aliados, sino incondicionales, que es algo diferente. El verbalismo crea relaciones de conmigo o contra mi, de todo o nada.
Y esos incondicionales que jalean los exabruptos más rimbombantes se convertirán en una losa para los líderes que los pronuncian cuando quieran hacer política de verdad, lo que implica negociar, hacer concesiones, poner sordina a sus trompetas justicieras y bajar los decibelios. La política ordinaria, la que existe realmente, se hace así.
Parece mayor la preocupación por suministrar confort ideológico a un sector relativamente minoritario y aficionado a la exageración verbal que la de sintonizar con las mayorías sociales. Ese propósito lleva a labrar unas ideas, un lenguaje y unas actitudes que propician la desconexión con las mayorías y una bunkerización ideológica tan malsana y vetusta como infructuosa.
En el estilo verbalista tienen más peso la mordacidad y la humillación de los adversarios que las razones y las propuestas políticas.
El reciente sondeo del CIS, antes mencionado, debería servir de advertencia a quienes en Podemos promueven este estilo. Según el mismo, el porcentaje de votos que obtendría Unidos Podemos sería 7 décimas superior al de las elecciones de junio, mientras que el PSOE perdería un 5,6%. De los votantes que el 26 de junio votaron al PSOE, solo un 5,5% declaran que votarían a Unidos Podemos, mientras que un 12,3% se abstendría y un 20,1% no sabe lo que haría.
Como constata Ignacio Escolar, “El tono duro de este último año ha servido para unir a la militancia y empujar a los más convencidos, pero ha convertido a Podemos en el partido que más rechazo provoca en España, incluso por delante del PP” (eldiario.es, 8 de noviembre de 2016). En efecto, un 52,2% de los encuestados declara que “con toda seguridad, no votaría nunca” a Podemos (9), mientras que es un 51,8% el que no votaría al PP. Entre los votantes del PSOE, llegan a un 47,7% los que “nunca votarían a Podemos”.
No me caracterizo por la simpatía hacia bastantes de los diputados ni hacia Felipe González o Susana Díaz. Pero, ¿para qué sirve afirmar que en el Parlamento hay más “delincuentes potenciales” que en la calle? (Pablo Iglesias) ¿O que Felipe González es el “director general de las puertas giratorias”? (Miguel Urbán) ¿O que lo que ha habido en el PSOE es un “golpe de Estado”?
¿Es que se ignora o se ha olvidado lo que es un golpe de Estado? ¿Qué valor tienen las palabras cuando hablar se convierte en un concurso para ver quién hace la afirmación más extrema y produce más regocijo entre los suyos?
En un clima así, quien se atreva a defender que Podemos no podrá llegar a gobernar si no es con el PSOE, con el PNV, con una parte del nacionalismo catalán corre el riesgo de ser excomulgado.
Una propuesta “demasiado moderada”, dirán algunos. Pero, ¿cuál es la suya? ¿Es una propuesta deseable dejar que siga gobernando el PP? ¿Es esa la alternativa radical?
El seudo-radicalismo verbal tiene también el inconveniente de que, puestos a extremar las intervenciones públicas en busca de protagonismo, siempre puede haber alguien que no tema ir unos pasos más allá en su afán por hacerse con los titulares, como ocurrió con la acometividad de Gabriel Rufián en la sesión en la que fue investido Mariano Rajoy. Le ganó a Pablo Iglesias despreciando y humillando al PSOE, sin distinguir entre quienes se abstuvieron y quienes votaron no, entre quienes secundan a los barones para no frustrar su carrera política y los miembros del partido que se han movilizado contra la operación urdida por Susana Díaz y sus socios, entre estos últimos y su gestora y, frente a ellos, Iceta o Borrell. Fue patético ver como, en esa sesión, Rufián y Matutes se quitaban de las manos la tópica referencia a la cal viva para reforzar unos discursos huérfanos de sustancia y de proyectos políticos, y sobrados de gestos de odio y de desprecio.
¿Alguien piensa que, verdaderamente, estamos en una etapa para denigrar y que luego vendrá otra etapa para concluir acuerdos? ¿No está claro que los insultos de hoy se superponen como estratos de cemento armado que pueden cegar la puerta de acuerdos futuros?
¿No es evidente que acumular insultos solo sirve para unir a un partido que se siente, todo él, agredido?
Es una forma de actuar que no ayuda a propiciar los acuerdos ni a obtener respaldos sociales más allá de los sectores que ya están convencidos y a los que sacia un acaloramiento estéril.
Con este comportamiento no habrá alternativa a la derecha. Para construirla hace falta impulsar otra dinámica; huir de la autoafirmación sectaria, de la retórica agresiva y altisonante; crear vías de comunicación; dialogar, buscar el entendimiento; trenzar relaciones de confianza con los posibles aliados.
Si las fuerzas políticas del cambio experimentan ellas mismas algún cambio en este sentido, quizá haya alternativa; si no, la derecha tiene el camino libre para seguir gobernando durante mucho tiempo.
Conquistar nuevos respaldos sociales
Intentar llegar y atraer a las mayorías sociales es otra cosa. Y también representarlas.
La representatividad no la dan solo los votos; necesita del ejercicio de la representación efectiva, de la presencia entre la gente común, de contactos continuados y fluidos entre representados y representantes, de la empatía de estos con la gente, con la que les ha votado y con la que no lo ha hecho.
Entre los jóvenes y en las ciudades medianas y grandes, más en la mitad norte de España que en la mitad sur, Podemos ha ganado abundantes apoyos.
Eduardo Bayón ha trabajado con los datos de la encuesta del CIS anterior a las elecciones de junio de 2016 (10). Ha estudiado sobre todo el electorado menor de 35 años de edad, que supone un 22% del total del electorado.
El resultado es tan contundente como se puede ver en el siguiente gráfico:
En el estudio del CIS se advierte: 1) que Podemos posee más apoyos masculinos que femeninos; 2) que entre los jóvenes con estudios de primaria el PSOE aventaja a Podemos, mientras que en los de secundaria, FP y con estudios superiores, Podemos adelanta holgadamente a todos los demás; 3) que en los municipios menores de 2.000 habitantes Podemos tiene más dificultades, pero deja atrás largamente a los demás en los superiores a 2.000 habitantes y, especialmente, en los que van de 10.000 a 1.000.000. En los mayores de un millón, Ciudadanos supera a Podemos en la franja de 18 a 24 años pero Podemos sobrepasa a todos los demás en el segmento de 25 a 34 años (42,3% para Podemos por 10,3 para el PSOE y 10,2% para Ciudadanos).
En mi opinión, consolidar ese caudal de apoyos de jóvenes muy variados choca con una palabrería de izquierda extremosa y viejuna, que resulta exótica para muchas de las gentes que han dado su voto a Podemos.
Tanto en la franja de 18 a 24 años como en la de 25 a 34, el electorado joven de Podemos se sitúa bastante a la izquierda (en la escala que va de 1 = más a la izquierda, a 10 = más a la derecha), pero, incluso entre quienes se ubican entre el 1 y el 3, no es seguro que sea siempre eficaz la palabrería más apabullante, y es probable que, yendo hacia el centro, más que atraer, repela.
Por otra parte, además de consolidar los cinco millones de las elecciones generales de junio, una parte considerable de los cuales son votos juveniles, Podemos necesita abrirse paso en parcelas del electorado en las que tiene una implantación más débil: gente mayor, personas con menor formación, zonas rurales, sobre todo de la mitad sur de España, pueblos pequeños... Los posibles avances van a depender mucho de la imagen que proyecte Podemos, de lo que diga y de lo que haga.
Una nueva oportunidad
Podemos entra en la presente fase con algunas buenas bazas.
Puede crecer a costa de las pérdidas del PSOE.
El PSOE puede desenvolverse en una clave dual: confluir con el PP en aspectos importantes, siempre para evitar un adelantamiento de las elecciones, pero, a la vez, esbozar un perfil de oposición en algunos puntos para contentar a una base social actualmente frustrada y para no dejar a Podemos demasiado campo libre.
Aún en el caso de que logre combinar facetas manifiestamente opuestas, Podemos puede aspirar a ser la oposición más consistente frente a un Gobierno del PP que probablemente mostrará una flexibilidad desconocida en estos cinco últimos años, pero que, asimismo, habrá de tomar medidas duras e impopulares.
Como acabo de decir, la posición de Podemos en el electorado juvenil constituye otra baza destacada.
Está en condiciones de servir de puente con las fuerzas nacionalistas catalanas y vascas.
Podemos puede avanzar, pero, en mi opinión, sólo podrá hacerlo si adopta una política de alianzas y un tono persuasivo y atractivo para mucha gente.
Notas:
1. Sobre el primer proceso de investidura, véase: Javier Álvarez
Dorronsoro, Fernando Fernández-Llebrez, Eugenio del Río, “La relación
PSOE-Podemos en el proceso de investidura”, 18 de abril de 2016.
www.pensamientocritico.org, 20 de abril de 2016.
2. A juzgar por la
última encuesta del CIS, hecha pública el 7 de noviembre, cuatro de
cada diez votantes de Izquierda Unida en las elecciones generales del 20
de diciembre de 2015 no votaron a Unidos Podemos el 26 de junio de
2016, es decir, que solo el 54% del electorado de IU de diciembre apoyó
con su voto a Unidos Podemos. Redondeando las cifras, los 600.000 votos
que aportó IU equivalen a los que perdió Podemos y sus anteriores
aliados.
3. Nos llevaría a un inseguro terreno contrafáctico suponer que hubo
posibilidades de alcanzar el Gobierno tras las elecciones generales de
diciembre de 2015, al igual que lo haría la negación absoluta de tales
posibilidades. No podemos comprobar ni lo uno ni lo otro. Pero lo que
sí está claro es que una fuerza política nueva, con el empuje y la
voluntad que mostró Podemos, hizo del anhelo de echar a los que estaban
en el poder y de llegar a gobernar un factor subjetivo poderoso que
contribuyó a ganar un electorado importante y a ubicar a Podemos en una
buena posición en el sistema político español.
4. Los dos procesos consecutivos de investidura han mostrado a unos
partidos carentes de capacidad para resolver los problemas propios de
unas negociaciones difíciles. Esa falta de capacidad se debe tanto a
sus intereses corporativos divergentes como a las pulsiones tácticas
estrechamente partidistas. Ambas cosas han condicionado en alto grado a
los partidos; y Podemos no ha sido una excepción.
5. La idea de la
preeminencia de los de abajo dentro de la organización ayudó a
construir una retórica para rechazar los acuerdos entre direcciones de
organizaciones políticas (lo que se perseguía, de hecho, era forzar a
Izquierda Unida a aceptar unas primarias conjuntas en las que llevaba
las de perder). “No creo que haga falta utilizar el formato de
interlocución fuerza política con fuerza política para empezar a
hablar. Yo creo que en la sociedad las personas llevamos hablando mucho
tiempo y poniéndonos de acuerdo sobre muchas cosas”.
[Pregunta el
periodista a Carolina Bescansa]: –Explíqueme mejor eso de que no hay
que utilizar el formato de diálogo entre fuerzas políticas. –Eso forma
parte de la vieja política. Hablemos sobre temas concretos. Hagamos
que decida la gente y en función de eso, creemos alianzas.
–Pongámonos
en el supuesto de que Podemos e Izquierda Unida se sientan para
configurar una lista conjunta a las elecciones generales. ¿Eso formaría
parte de la vieja política? –¿Si se sientan dos cúpulas de dos
partidos en un despacho y confeccionan una lista? Sin duda alguna, no
nos verán hacer eso” (“Es difícil decir que Podemos lo dirige
alguien”, eldiario.es, 10 de junio de 2014).
6. Pienso que tenía razón Pablo Iglesias cuando, hace más de un año, declaraba: “Tener un Gobierno con una mayoría parlamentaria frágil en el marco de la Unión Europea, que tiene una geopolítica tan complicada, permite
niveles de intervención que se alejan muchísimo de cualquier objetivo revolucionario. Eso es así. Esto no quiere decir que sea despreciable el hecho de poder intervenir sobre la política fiscal, sobre las políticas sociales o para poder desprivatizar hospitales...” (Jot Down, 8 de octubre de 2015).
7. No está de más recordar cómo es el panorama que esas elecciones han dejado en el Congreso de Diputados: Unidos Podemos y sus aliados disponen de 71 escaños; el PP, de 137; el PSOE, de 85. Ciudadanos ha quedado reducido a 32 y el resto de fuerzas suman 25 (Esquerra Republicana: 9; Partit Demòcrata Català: 8; Partido Nacionalista Vasco: 5; EH Bildu: 2; Coalición Canaria: 1).
8. Recuerdo la certera crítica de Pablo Iglesias, hace unos años, a un
grupo de Juventudes Comunistas, que parecía más interesado en
ensimismarse en una identidad seudo-radical, en mantener unos ritos, un
folklore, una vestimenta, una subcultura ajena a las mayorías sociales
que en comunicarse eficazmente con la gente que no se siente atraída
por tan peregrino universo. Cuando hace poco veía a Pablo Iglesias
oponer el puño en alto a la V de la victoria, lamentaba que no aplique
al caso aquellas atinadas críticas.
9. Este porcentaje ha ido subiendo. Hace dos años (octubre de 2014) se
situaba en un 41,7%. En enero de 2016 alcanzaba un 46,4% y en abril, un
50%, hasta llegar al 52,2% actual.
10. Estudio 3141, mayo de 2016, realizado entre el 4 y el 22 de mayo.