Copio en el blog
este articulo de Carlos Sánchez, director adjunto de El Confidencia, porque en
mi opinión es muy interesante y puede ayudar a aclarar un poco las cosas,
aunque hay en el algunos puntos con los que podría discrepar.
¿Quién plantó la semilla del diablo?
El economista
Jesús Fernández-Villaverde (inexplicablemente todavía fuera del Gobierno)
rescataba hace unos días un prodigioso aforismo del filósofo danés Soren Kierkegaard,
de quien Pío Baroja decía que era “un tipo muy poco explicable para un
meridional”. El conocido aforismo hace referencia a lo que imaginariamente
sucedió en un teatro tras declararse un incendio entre bastidores.
‘En ese
momento’, decía Kierkegaard, ‘el payaso salió al proscenio para dar la noticia
al público. Pero éste creyó que se trataba de un chiste y aplaudió con ganas.
El payaso repitió la noticia a los espectadores, esta vez con mayor firmeza,
pero los aplausos fueron todavía más jubilosos. Así creo yo’-sostenía el padre
del existencialismo- ‘que perecerá el mundo: en medio del júbilo general de la
gente respetable, que pensará que se trata de un chiste”. Baroja, con razón,
sostenía que Kierkegaard era “un hombre tan triste como su apellido
(cementerio)”.
Lo era.
Pero lo que está fuera de toda duda es que el sabio danés acertaba cuando
situaba en la incredulidad el origen de muchas catástrofes. O dicho desde otro
ángulo: la ausencia de credibilidad de los protagonistas de la cosa pública (como
le sucedía al payaso de Kierkegaard en medio del incendio) está detrás de una
corriente de fondo (no es un movimiento coyuntural) que recorre Europa sin que,
por el momento, nadie -o casi nadie- sea capaz de prever o, incluso,
identificar el nacimiento de algunas catástrofes.
Hace cinco años
apenas el 17% de los catalanes se declaraba a favor de la creación de un
Estado, mientras que al comenzar el desafío soberanista, ese porcentaje se
había duplicado. Hoy, alrededor del 45% de los votantes se inclinaría por la
creación de un Estado catalán
Y el hecho
de que el continente celebre con alborozo que Escocia haya dicho 'NO' a la
independencia es probable que esconda una trágica realidad. Cuando se convocó
el referéndum, hace apenas un año, el porcentaje de escoceses favorable a la
secesión apenas representaba la tercera parte de los electores. Hoy, el
dimitido Alex Salmond puede acreditar que casi el 45% está a favor de la
independencia. Inimaginable hace muy poco tiempo.
Algo
parecido sucede en Cataluña, donde hace cinco años apenas el 17% de los
catalanes se declaraba a favor de la creación de un Estado, mientras que al
comenzar el desafío soberanista ese porcentaje se había duplicado. Hoy, sin
embargo, según el CIS catalán, nada menos que alrededor del 45% de los votantes
-un porcentaje similar al de Escocia- se inclinaría por la creación de un
Estado catalán. Por cierto, con una singularidad. El granero de votos del
independentismo está ahora en la izquierda (PSC o IC) y no en la derecha, que
ha girado del catalanismo al nacionalismo radical. Algo falla en la izquierda
cuando cree que los problemas se solucionan con más nacionalismo.
El funcionamiento de la democracia.
Habrá, sin
embargo, quien piense que detrás de este movimiento hacia la independencia lo
que existe es un virus nacionalista; pero tanto en Escocia como en Cataluña lo
que en realidad se ha inoculado es el sarampión del hartazgo político. Y lo que
hace el nacionalismo (como el populismo) es canalizar el malestar que existe en
amplias capas de la sociedad sobre el funcionamiento de la democracia.
Ese es el
caldo de cultivo -parece una obviedad- en el que florece el nacionalismo. De
hecho, es muy probable que si se pregunta a los ciudadanos que apoyan la
independencia si se sienten nacionalistas –el 71% de los menores de 18 años
votó ‘SÍ’ en Escocia’- es casi seguro que el porcentaje bajaría de forma
relevante respecto de quienes votan la secesión.
Para
encontrar una explicación racional al florecimiento del nacionalismo merece la
pena rescatar el último informe de Global Democracy -una organización no
gubernamental con sede en Viena- en el que a partir de una serie de variables
se puntúa lo que en la jerga política se suele denominar ‘calidad de la
democracia’. Y los resultados son elocuentes. España ocupa el puesto número 17
del mundo y Reino Unido, el 14. En ambos casos, con una cierta tendencia a la
baja que ha sido especialmente visible en los últimos años, justamente los de
la crisis y la recesión, en los que la desigualdad y el descrédito de la
política no han hecho más que crecer.
Es
evidente que medir la calidad de una democracia no es fácil. Pero al hacerse
sobre una serie de indicadores homogéneos -los derechos políticos, las
libertades civiles, las diferencias de género, la libertad de prensa, la
corrupción, la estabilidad del Gobierno o el funcionamiento de los partidos
políticos-, se puede llegar a conclusiones valiosas.
La más
evidente es que los diez mejores países del mundo (salvo Nueva Zelanda) son los
del centro y norte de Europa, donde los niveles de desigualdad son menores. Es
decir, que hay una evidente relación entre cohesión social y económica -que no
es incompatible con el crecimiento económico- y calidad de la democracia. Por
lo tanto, parece evidente que detrás de los nuevos nacionalismos –muy
diferentes a los de correaje que pulularon por Europa hace un siglo- se
encuentra una determinada forma de hacer política que se olvida de los
ciudadanos y de los problemas que antes solucionaba el Estado y ahora se
marginan.
O dicho en
palabras del economista Robert Skidelsky, cuando triunfa el “fundamentalismo
del mercado” la gente se siente defraudada y se agarra a cualquier ideología,
por muy nociva que sea. Es lo que sucede cuando no se cumplen las promesas del
capitalismo liberal. El empleo y esas cosas.
Nombres y apellidos.
Tanto en
el Reino Unido como en España, el fracaso tiene nombres y apellidos. El
laborismo de Blair, que acabó por desacreditar las políticas de izquierda con
el deterioro de los servicios públicos (ese es el espacio que ha ocupado
Salmond en Escocia, donde históricamente había ganado el laborismo); el
Tripartito catalán, que fue un auténtico naufragio que sólo sirvió para
empobrecer a amplias capas de la población mediante políticas suicidas y
construir un discurso hueco; la intransigente política económica diseñada desde
Alemania para salvar sólo a los acreedores y no a los ciudadanos o, incluso, la
irresponsabilidad de muchos políticos que en vez de conjurarse para apuntalar
las instituciones -como el Tribunal Constitucional- llaman a la insumisión.
Los diez mejores
países del mundo (salvo Nueva Zelanda) son los del centro y norte de Europa,
donde los niveles de desigualdad son menores. Es decir, que hay una evidente
relación entre cohesión social y económica -que no es incompatible con el
crecimiento económico- y calidad de la democracia. Sin olvidar las políticas de Cameron, la
burocracia de Bruselas (que ha alimentado fenómenos como el del UKIP en el
Reino Unido) o, en el caso español, el demencial proceso estatutario en
Cataluña, que propició -y eso fue lo más preocupante- una ruptura del consenso constitucional
por la irresponsabilidad de Zapatero y Mas y el egoísmo de Rajoy para ganar
votos negándose a ver lo que era evidente: que algo se movía en Cataluña.
Lo más
tremendo, sin embargo, es que los gobiernos en vez de preguntarse por qué
florece el nacionalismo, siguen regándolo con políticas equivocadas. Unos
instando a la convocatoria de consultas populares sobre problemas que deberían
resolver los políticos a partir de una democracia verdaderamente
representativa, y otros poniéndose de perfil ante los evidentes cambios que se
están produciendo en una sociedad inevitablemente dinámica y que reclama otra
forma de hacer política, con menos corrupción y más atenta a los problemas
sociales. En última instancia, una política que resuelva los problemas de la
gente y no los cree favoreciendo a minorías privilegiadas.
Los
nacionalismos, por lo tanto, no son la causa de los problemas, sino la
consecuencia de malas decisiones. Y sólo la democracia -ahogando los
adoctrinamientos- puede salir al rescate de la propia democracia. De lo
contrario, es probable que el payaso de Kierkegaard deje de ser una metáfora.
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